EL MUSEO SECRETO
Las guías de casi todas las ciudades nos avisan de la existencia de algún museo secreto, escondidos lugares alejados de las avalanchas de los turistas que esconden piezas raras en sus polvorientas estanterías y que están pidiendo a gritos los ojos de un espectador que las hagan revivir. Porque el museo, ese lugar en el que conservamos cosas que querríamos volver a ver, tiene vocación de cualquier cosa menos de secretismo.
Pero ¿qué son esas cajas de zapatos llenas de fotografías y objetos en las que suele resumirse la vida de muchos sino pequeños museos? Un anciano enseña sus cicatrices como el mapa de su vida, sabe casi todo de cada una de ellas, tamaño, textura y variaciones en el tiempo como les ocurre a los conservadores con las obras que custodian en sus pinacotecas. Hay quien tiene un museo de los mejores atardeceres de su vida, de sus besos inolvidables, de los azules más hermosos, sin necesidad de verlos enmarcados y colgados en ningún espacio abierto al público. Hay quien colecciona conversaciones que nunca contará a nadie y cartas que nunca escribió. Saben que allí no se encontrarán con vigilantes puntillosos ni niños incordiantes, sólo el silencio y la bruma de la tarde. Unos adoran los museos y otros huyen de ellos como alma que lleva el diablo.
Y en cuanto a los otros, los de verdad –pongamos el Prado, el Louvre, el MoMA, cualquiera de Historia Natural– encierran otros muchos dentro de ellos según la forma en que cada uno de nosotros seleccionamos y desechamos las obras ante las que paseamos. Hay piezas que se esconden a nuestro interés y acaban convirtiéndose en invisibles y otras que a fuerza de aparecer en todas las quinielas acaban convirtiéndose en los iconos de la civilización.
Luego está cada cuadro, que empieza en el almacén de ideas y sensaciones que es la cabeza del pintor y en las dudas, arrepentimientos y encrucijadas que ha ido tomando mientras lo pintaba, un museo de pequeños destellos que sólo el creador conoce. Y el espectador guarda otro cúmulo de experiencias cuando lo mira, del agrado al rechazo, del gris limpio al rojo vivo, de la aspereza a lo suave, con todas las asociaciones y recuerdos que trae cada nueva conexión neuronal, de modo que no hay dos cuadros iguales porque no hay dos miradas iguales.
El museo –vía latín y griego– es la casa de las musas, y ni siquiera en eso nos pondríamos de acuerdo: cada cual tiene las suyas.
Ángel Mateo Charris
http://josedelafuente.gallery/el-museo-secreto-illan-arguello/